Había una vez un circo baloncestístico que visitaba cada fin de semana las ciudades más importantes de nuestra geografía para deleite y gozo de niños y mayores. El circo disponía de las mejores carpas (canchas), grandes acróbatas (jugadores), mentalistas increíbles (entrenadores), domadores (árbitros)… todo lo necesario para ofrecer un majestuoso espectáculo.
Sin embargo, y a pesar de tener los mejores mimbres, ese circo chirriaba y aburría a los niños y por consiguiente a sus respectivos padres al ver que sus hijos demandaban otros divertimentos. El director del circo no comprendía exactamente porque su gran espectáculo no se vendía por si solo con tal elenco de estrellas y carpas, no veía más allá de sus ojos que su estrategia de marketing para vender su producto no alcanzaba los mínimos exigidos. No veía los defectos, casi todos ellos corregibles, de su negocio.
El sistema en el que circo se desarrollaba se había quedado un tanto obsoleto, y para atraer nuevos adeptos se necesitaban unas ideas, simples pero innovadoras, que hiciesen descarrilar en el buen sentido el circo para que ese nuevo sistema se convirtiese en súper atractivo y así nadie pudiese alzar la voz llamando aburrido o inservible muchas fases de la temporada del circo.
Por si fuera poco, el director tampoco tenía demasiada ayuda de sus otros socios, cuyo cometido era poner a disposición de todos los fans del circo productos de merchadising, venta de entradas, accesibilidad lo más cercana posibles de sus acróbatas, mentalistas, magos, equilibristas a los seguidores y medios de comunicación de todo tipo… en definitiva hacer que el espectáculo fuera lo más cercano posible al consumidor final, el espectador o seguidor que haría que ese gran espectáculo se elevará a cotas insospechadas.
Para colmo de males, algunos socios no cumplían con su parte del trato financieramente hablando, y cada día que transcurría sus deudas iban engordando merced a querer contratar a los mejores acróbatas y por consiguiente vivir por encima de sus posibilidades, un mal muy común en la sociedad de hoy en día. Ese lastre económico repercutía muy negativamente en el circo y los espectadores miraban con muchísimo recelo ese espectáculo al considerarlo un mal ejemplo para quienes si cumplían con sus compromisos.
Por si no fuera poco, el director hacía la vista gorda con aquellos directores que enterraban lenta pero inexorablemente su parte del circo, sin ni siquiera llamarles al orden a través de alguna sanción económica o suspensión que desembocara con su no participación en el espectáculo.
El circo vivía sobre el alambre constantemente por no saber afrontar esas adversidades y otra que le hacía zozobrar más todavía era los horarios en los que ofrecía su función. En multitud de ocasiones sus exhibiciones estaban repartidas en tres: sábado por la tarde, domingo por la mañana y de nuevo el domingo pero por la tarde. Ante tal diversificación el espectador no sabía exactamente qué función consumir por la confusión que creaba esa variedad de horarios pintorescos y rocambolescos, y acababa por dar la espalda al circo y mirar que podía ofrecerle otros circos bien diferentes.
El director del circo tampoco exigía a otro de sus aliados, la TV, que pusiera toda la carne en el asador para reflotar su negocio. La televisión, uno de los grandes escaparates publicitarios, no daba mucha información sobre aquel maravilloso circo y las funciones que ofrecía no tenían una cobertura acorde con lo demandado por el espectador, así que solo era otro trozo de leña más en un fuego de problemas cada vez mayores.
Con todo ello, el director y sus socios no querían, por pensar que todo era ‘wonderful’, no podían o no sabían remediar los males de su grandísimo circo, y ni tan siquiera eran capaces de taponar las heridas de unas hemorragias que le conducían lenta pero inexorablemente a una muerte anunciada.
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