Cuenta la leyenda que
allá por el siglo XX existieron dos caballeros que lideraron muchas batallas
épicas por la conquista de un reino llamado ACB. Ambos eran el máximo exponente
del liderazgo, gallardía, lucha y pundonor a la hora de intentar conseguir la
victoria para sus respectivos ejercicitos.
Uno, era el bastión de
una monarquía llamada Real Madrid, y el otro, el estandarte de la corona
llamada Barcelona. En sus formidables armaduras portaban el número diez, en el
caso del caballero blanco, y el catorce en el del blaugrana, porque esos eran
los colores elegidos años atrás por sus primeros señores para que les
simbolizaran.
A pesar de que ambos
tenían a su lado grandes caballeros para lidiar las batallas, la heroicidad con
la que se midieron en sus enfrentamientos fueron consideradas legendarias y
gloriosas, y serían recordadas en años venideros para que no cayeran en el
olvido jamás.
Al pisar el campo de
batalla se odiaban a muerte, y en sus luchas cuerpo a cuerpo eran múltiples las
heridas que se infligían el uno al otro, lo que llegaba incluso a sorprender a
sus compañeros por la bravura con la que aguantaban el dolor con tal de vencer
al otro e inclinar la victoria a su favor.
Pero más allá del campo
de batalla existía una admiración y respeto mutuo que rallaba la amistad, pero
el código de caballería les impedía pregonarlo a los cuatro
vientos por aquello de mostrar signos de debilidad hacia su bando y oponentes.
Pero un día ocurrió un
suceso trágico e irreparable que privó a aquella época de aquellos majestuosos
y heroicos duelos. El caballero blanco murió de forma repentina y trágica
cuando se dirigía a uno de los campos de batalla para acompañar a su ejército.
Ese día no solo murió el estandarte de aquella tropa sino que también sumió en
una profunda crisis al reino llamado Real Madrid del que tardó muchos años en
recuperarse.
Su más fiel adversario,
el caballero blaugrana, en un acto de honor y caballerosidad, al igual que
resto de su ejército, asistió al funeral del caballero blanco para mostrarle
sus respetos y a la vez llorar su pérdida porque sabía que a partir de ese día
nadie, nadie absolutamente, le plantaría cara de igual forma, ni nadie sería
capaz de retarle hasta el límite, y porque sencillamente se había ido el rival
al que más admiraba y con el que tenía una relación un tanto especial de
amor-odio.
Cuenta la leyenda que
esos duelos se convirtieron en mitológicos y como tal estaban teñidos de valor,
fe, humildad, justicia, generosidad, templanza, lealtad y nobleza, y que
aquellos que pudieron vivirlos en primera persona harían todo lo posible porque
perduraran en el tiempo, como afortunadamente así ocurrió.
¡Gracias Fernando,
Gracias Audie! ¡Gracias Norris, Gracias Martín! Vuestros duelos son añorados en
el tiempo y nos enseñaron que el baloncesto solo hay una forma de entenderlo,
tal como lo practicabais vosotros cuando os enfundabais vuestras camisetas y os
mediáis el uno contra el otro.
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