El 16 de mayo de 1980
no fue una fecha cualquiera. Ese día pasó a los anales de la historia
baloncestística por obra y gracia de un señor apodado Magic y apellidado
Johnson, que cuajó una de las mejores y mayores actuaciones de las Finales de
la NBA en el Spectrum de Filadelfia.
Esa temporada Sixers y
Lakers habían llegado a la Final de la NBA y estaban disputando una serie
igualadísima en la que cualquier factor, a favor o en contra por mínimo que
estos fueran, podía desequilibrar la balanza en pro de conseguir el anillo.
Hasta la fecha los
Lakers se imponían por 3-2 en la Final y ese día los Sixers se jugaban el ser o
no ser, si bien es cierto que se las prometían muy felices cuando Kareem, la
gran estrella angelina en aquella época, no podía disputar aquel sexto partido
al haberse lesionado el tobillo en el último cuarto del quinto partido.
Los jugadores de los
Lakers andaban alicaídos por no poder contar con su líder y en el aeropuerto de
Los Ángeles el desanimo en la expedición de los Lakers era la nota
predominante. Sin embargo, y durante el vuelo a Filadelfia, un jovencísimo
Magic Johnson logró convencer a su entrenador de que podía suplir a
Abdul-Jabbar como center y medirse a las torres de los Sixers, Caldwell Jones y
Darryl Dawkins, ahí es nada.
La promesa hecha por
Magic a Paul Westhead, su entrenador, no cayó en saco roto y el rookie Johnson
corroboró su obstinación de jugar de cinco con 42 puntos, 15 rebotes y 7
asistencias, en todo un clinic baloncestístico de cómo se juega desde la
posición de pívot.
Aquella majestuosa
actuación le valió a los Lakers para llevarse el partido por 123-107 y de paso
el más preciado de los tesoros NBA, el anillo de campeón. Y a nivel individual,
a Magic para llevarse su primer MVP de la Finales de los tres que consiguió a
lo largo de su carrera.
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